Cierro la puerta, camino hacia la esquina con colillas de cigarros y boletos de micro, desparramados por el viento que lanzan los vehículos al pasar sin detenerse. Junto a mí, a la micro, suben zapatos negros de escolares, cafés de jubilados, blancos de enfermeras, azules de secretarias y otros zapatos opacos sin lustrar de gente menos que común de irregulares ingresos. También suben zapatos muy limpios, casi perfumados, de uno que sabemos que no es tan limpio de frente y manos. El chofer de la micro lleva la radio encendida en un programa para acompañar a dueñas de casa en sus diarias labores. El locutor de voz mecánica, habla de la vida, la gran y brillante vida de Elvis Presley. Pelvis Presley, cuchichean dos ricas muchachas de apretado uniforme azul. El locutor nos recuerda las patillas y el jopo del héroe norteamericano. El mechón del conductor luce compacto sobre la chaqueta de cuero taiwanesa. Busco un asiento desocupado, junto a una ventana para ver pasar el mundo; dejar la mente en blanco entre el ruido intoxicante de los motores y el tirón de las frenadas y las partidas. Las nuevas caras que suben, me desconciertan. Dejo de leer los apuntes clandestinos generados en el día de ayer. Todos los pasajeros nos miramos en silencio y escasamente parpadeamos.
Voy bastante alterado por recordar la violencia con que comienza el día de ayer Altas y Negras Marejadas Siguiéndome y Yo Sin Poder Arrancar en medio de una estupefacta multitud bulliciosa que rodea los acantilados urbanos y Nos Sigue La Montaña de Olas. Unos gritan caen y yo sigo por las Alturas sin Barandas y Marejadas y Montones de Silencio Nos Señalan que en medio de esta centrífuga ciudad estamos dispersos y desarticulados al mínimo. La guerra total está cerca con sus maquinaciones mal intencionadas y subliminales. Una cortina de ilusión opaca y destierra la realidad. Junto a unas casas de muros descascarados y solos los perros muerden a unos niños que corren tras un volantín desteñido que viene cayendo. La muda muchedumbre de funcionarios avanza sin sentido. No cualquiera ha estado en medio de la gran multitud que avanza cantando estas mismas desiertas calles miles de mujeres y miles de hombres que nunca vaticinaron o no comprendieron la visión de los muchos ojos azulosos de los inquietos ancianos de once años las primeras víctimas de la guerra invisible. Nadie habla no nos reconocemos y no nos atrevemos a indagar ni el día ni la hora. Ocurre algo extremadamente importante que afecta a jefes de sectas sátrapas y sus recientes aprendices ejecutores.
Sin saber el desarrollo de los acontecimientos grupales bajo de la locomoción y me detengo en una esquina pringosa a la sombra de un muro gastado por las parejas. Descubro un puesto de diarios ahí puede estar la clave. Meto la mano al bolsillo y separo al tacto una moneda de treinta mil. Los diarios destacan el empate del puntero del fútbol resultados del esquí del tenis del rugby vida social de la gente linda que compite en bridge actividades del juego de la rana las chapitas la rayuela el luche y otros manseques que van hasta la vida de extranjeros artistas puros y desayunos con escándalos de las realezas europeas y asiáticas.
Una mano rápida retira los diarios con que está forrado el kiosco y desaparecen en un vehículo sin patente y de vidrios polarizados. Quedan los alambres a la vista jirones de diarios y los perros de madera muerden su lengua de alambre. Un sorpresivo ¡mierda! se me escapa. El diariero siente la necesidad de aclararme en el interior tampoco sale nada, yo sólo los vendo le aconsejo joven que cuide su trabajo y futuro de ello depende el bienestar de su familia deje a otros aventurarse en la cosa pública que harto peligroso es deje que sean otros ¡cuídese!
Sigo caminando buscando mi lugar y sintonizo voces lejanas sin entender lo que dicen y lo que cantan. La luz se filtra entre los edificios y faltan minutos para las ocho de la mañana. En la plaza principal encuentro un círculo de gente silenciosa y me introduzco dentro de ellos. Al centro hay un fornido anciano ciego que interpreta una tonada en un serrucho carpintero, arqueándolo con su brazo derecho y las rodillas y con una pata de conejo que termina en una uñeta de acrílico, pulsa agudos zumbidos melodiosos. Pide monedas para regresar a la población Clara Estrella. El octogenario intérprete, se seca el sudor y muchos ojos asustados y sorprendidos, lo observan cambiar de instrumento, ahora es una guitarra, compuesta a partir de una bacinica blanca enlozada que entrega aires gitanos, sus cuerdas están tensas en seis bujías de automóvil.
Me retiro del círculo humano, que, en admirado silencio, sigue en la función para regresar a la Oficina. Encuentro los escritorios metálicos abollados y los de madera, desparramados y astillados. Ahí recuerdo el boche con los gritos del subjefe administrativo y otros mandos menores que se increpan, acerca de la obligatoriedad de acudir a aplaudir y avivar los lánguidos ánimos, a la pasada de la caravana que vendrá del aeropuerto con el súperextrageneral de vencedores que ostenta todas las medallas, de todas las órdenes nacionales que se otorgan o venden, públicas, mixtas y privadas. Chacón, el auxiliar, zapatea la cueca del payaso y nosotros, entusiasmados, decimos palabras que no se dicen que se castigan en los colegios que se evitan en las universidades y en las escasas audiencias abiertas sin difusión y sin preguntas. Palabras que se sustraen de las imprentas. Busco mi escritorio sin distinguirlo en el desorden imperante. El orden de la amplia habitación es otro; un vértigo se apodera de mí, no encuentro nada mío; algún detalle que sugiera algo coherente que me permita retomar el hilo de los acontecimientos históricos por los que debemos transitar. Y sin memoria de cuales son mis cosas, más dura se hace la labor de reconocimiento. Escarbo y tiro al suelo bustos de músicos jinetes con lanzas estatuillas que representan a la justicia ciega sorda muda minusválida e interdicta por fantasiosa y tardía. Cierro kárdex y anaqueles con papeles que vuelan y caen fotos con mapuches que venden chamantos ponchos y frazadas encuentro coloridos calendarios de paradisíacos parajes y por último imágenes de personas que no conozco hijos que no tengo padres en tenidas de futbolistas novias abrazadas a sus novios tardes de playa y otras alegrías de ascensos en el escalafón burocrático. Nada mío debo retirarme y en la puerta grito hasta sangrar la garganta. Los funcionarios de planta levantan los hombros y estiran el labio inferior por mi inentendida cólera. Vuelvo al elevador para bajar a la calle. Quedan miradas de rencor a los empleados que no reconozco a ninguno y me despiden con vaguedades para desorientarme.
La calle sigue convulsionada audaces multitudes cantan contra alteradas columnas de casco lumas perros enfurecidos escudos transparentes guanaco, Huáscar y zorrillos combinados con zapatillas de sirenas chispeantes. Debo arrancar por ser el feto del hombre nuevo de sangre incandescente. La multitud se defiende con estandartes con limón y sal para contrarrestar el efecto de la acción de los gases lacrimógenos que lanzan y golpean a los primeros ciudadanos que cantan una canción alegre o un himno. Los manifestantes dejan caer paquetitos de masa o carne picada con pimienta y vidrio molido en la creencia de inutilizar al perro y su mordisco también adiestrado en la doctrina de la seguridad nacional.
A la bajada del tren subterráneo hay tres hombres conversando. Sus cabezas me son familiares, pero no puedo mencionar con certeza sus nombres. Integro su conversación y cuento la historia que no encuentro el escritorio en que funjo mis funciones. Te equivocaste de oficina, me bosteza El Chico, con su matinal hálito a arrollado picante. ¿Cómo no te va a reconocer algún gil?, ¿habrás ido dormido? aventura El Gordo. El Flaco nota una nube de irrealidad en mi historia reciente y exclama que lo más probable es que nosotros, tampoco estemos aquí en este instante, que es posible que el tiempo se detenga o desaparezca a otro plano. Putas, tocarme a mí esta pérdida de identidad, sin poder reconocerme ni recordar a mis muertos y desconocido para descendientes de todo un pequeño mundillo nacional.
Se incorpora al grupo un desconocido de pelo lacio de aguada mirada de maniquí que se interesa por nuestras pasadas y actuales actividades. Me retiro. El desconocido me sigue me pasa su brazo sobre los hombros y calmadamente repite algo que no entiendo y que trasluce una amenaza con palabras suaves. Me molesta su brazo y no lo saca cuando alzo los hombros y corcoveo. Insiste en dominarme con una mirada de odio una mirada de piedra volcánica hasta que me zafo y lo increpo, que no sea intruso que yo no soy su pariente ni su conocido ni su amigo que no tiene porque chuchas dirigirme la palabra ni tocarme el muy pendejo. Camino rápido sin volver la vista pues no deseo verlo siguiéndome. Un iluminado puesto de frutas confitadas me brinda un ligero bienestar al permanecer entre este nuevo grupo de personas que compra golosinas a la orilla del río antes de tomar una de las tantas últimas micros que circulan de norte a sur. Compro un cambucho de higos secos y los guardo al interior de la chaqueta. Empiezo a caminar por la vereda irregular del parque y al enfrentarme nuevamente con el tipo él no me reconoce. He logrado perderme y a medida que camino por la repleta vereda mal iluminada me cruzo con transeúntes parecidos al perseguidor. Sé que es un espejismo para alborotarme que piense lo qué ellos desean para que no pueda razonar sobre que fue primero si la bala de Balmaceda el vino envenenado de Aguirre Cerda o las balas contra Allende que por tantos años no se puede mencionar. Como tantas otras balas que terminan fusilando y ejecutando a tantos desarmados e indefensos enemigos campesinos estudiantiles y sindicales a lo largo de todo el país real e irreal.
Otra oscura mañana, insisto en regresar a la Oficina, talvez no he ido antes y puede ser una de mis habituales colectivas pesadillas suburbanas. Encuentro a los discretos funcionarios de pie que al enfrentarme dicen a coro: llegó el loco que anda buscando su escritorio. Lo dicen en otro idioma que no recuerdo. Con la vista recorro los muros, los calendarios y las ventanas tapiadas. Observo las cortinas pesadas de grasa y tabaco impregnados, la humedad del archivo en el que trabaja la Anita María con el olor a encierro y fritura que baja del altillo y recorre por las filas de escritorios un hedor de rincón abandonado; están las doradas ventanillas numeradas a las que llegan Tucapel Jiménez y Clotario Blest con sus carpetas a tramitar. Sudor concentrado por generaciones salobres de la oficina, me obligan a buscar la salida a la calle para conversar con mi mente.
Desorientado me dirijo al sur. En el tren subterráneo encuentro más gente, también perdida y sofocada. Todos en silencio y los que hablan, lo hacen en forma apenas perceptible. Se preguntan ¿dónde queda?, ¿cómo se llega? No sé. ¡No sé! es la respuesta a todas las interrogantes. A mi lado surge la voz que, en el aliento de un susurro, me dice que las mariposas son las más ubicadas, compadre. Compadre, sólo tenemos que seguir una, compadrito. Se desanima cuando le digo que bajo tierra no hay mariposas. Dijo pertenecer a una reciente fracción del movimiento del anti muchas caras. La única cara, la última cara de un sojuzgado pueblo sobreviviente que aún late por los rincones de las múltiples nacientes desperiferias. Me pide que le permita acompañarme; ha dejado de reconocer las estaciones ferroviarias; no sabe si lo buscan o ya se olvidaron de él. Bajamos del carro repleto e irrespirable y al dar los primeros pasos, descubro que llegamos a la misma anterior parada. Permanecemos llegando y regresando de norte a sur, de este a oeste, perdidos hasta que, por una escala mecánica detenida, encontramos la superficie.
Dejo de murmurar el Adán Buenos Aires de Leopoldo Marechal. Ahí nos separamos para hacernos invisibles en la multitud de los sin cara, los desfaccionados, en los con cara inconclusa y otros descascarados. Voy en la multitud que transita en todas direcciones. Veo al desconocido del abrazo que se me aproxima y pasa nuevamente a mi lado, creo que sin reconocerme. En la próxima esquina me espera él, sin que lo sepa yo. Como no lo reconozco, se planta a reír: me toma de un brazo y con su hálito a cocaína me amenaza con someterme a la parrilla, al submarino y al pau de arara. Busco un despertar, una claridad, mientras la luna se opaca, se está poniendo la mañana y me encaramo al ferrocarril solar en movimiento. Viejos y nuevos trenes, repletos de ciudadanos que se empujan para subir y bajar, aplastándose gritan que parta, ¡que parta!, que parta sin importarles los que vienen después de ellos en la interminable fila. Que parta, taconean y palmotean ¡que parta! Me sorprendo, también, gritando, aplastado por la multitud contra una puerta de vidrio que raspa el rápido muro oscuro. Comienza un leve movimiento y crece el rumor de vapores y hierros. Abro una ventana y veo los altos muros con tres hileras de alambres de púas y vidrios quebrados encementados en la cima de las panderetas. Abro y cierro los ojos trato de obtener una buena visión abro y cierro con fuerza los ojos hirvientes inutilizados y próximo a alterarme y estallar salto del tren antes que se detenga totalmente, el impacto de la bajada me hace chocar contra los adelantados del gentío los vendedores y compradores de informaciones. Funcionarios del Departamento de Deformaciones de la Presidencia y de las respectivas Comandancias en Jefe y Tribunales Construccionales reparten volantes informativos dorados encienden pantallas gigantes llenas de cifras y fotos de familias felices agraciadas y completas.
Salgo de la estación ahogado me arreglo la chaqueta y la camisa que con los ajetreos se me sale del pantalón. Me meto el pelo tras las orejas y esta nueva mañana decido ir a trabajar dispuesto a olvidar los malos sueños el abuso del copete güiros las pepas y la falopa dejo de repetir las funestas canciones y preparado para enfrentar el día en la forma más optimista en la medida de lo posible. Hoy que es otro hoy las imágenes vuelven a los espejos y en un santiamén me hago feliz. Feliz entro a la Oficina de Partes y los funcionarios también lucen felices porque no me reconocen. Se preparan para atenderme. Todo está en orden y hay otra bandera. El encargado de la asistencia diaria después de revisar nóminas y nóminas me dice que hace muchos muchos años, trabajó aquí un raro joven con mi nombre y mis apellidos, ya debe estar jubilado y muerto. Otro funcionario se convulsiona de la risa hasta que lo enfrento ¡a qué tanta risa infeliz! Se calla y me mira secándose las lágrimas de su risa. Calma su respiración y trata de hablar. En este precario silencio siento el murmullo burlesco del Muchas Caras tras los vidrios empavonados. El funcionario abre la boca y en fracción de segundos intuyo su respuesta Ese lío del escritorio tuyo es un sueño que yo tuve anoche vi cuando te seguían en el sueño.
Toda la pesada realidad que ahora me abate e inunda no es más que un perdido sueño ajeno yo soy un sueño inconsciente al interior de él. Las cosas pasan en su mente y no en mi realidad. Cubierto de desazón y soledad y otros sentimientos inmencionables me retiro de la oficina intrigado por la presencia y coincidencia de mis nombres y apellidos hace más de cincuenta años. Todo es consecuencia de la múltiple guerra que pasó por la calle anterior.
Llego al habitual café de moda del centro donde el aroma a cafetal se mezcla con los modismos criollos y otros hablares de las curvilíneas jovencitas que atienden al criollo. Entro como si nada hubiera sucedido dentro y fuera de mí. Al sentarme a la mesa que comparten algunos conocidos escucho al Chico que recita: “Dalí, Salvador Dalí por qué no te mueres de una vez y dejas de andar desparramando tus avaros gusanos de miedo”. Nos saludamos a gritos y manotazos reconocemos héroes y mártires brindamos por las ideas que no han muerto por la poesía y otras asperezas.
Yo dispuesto a contar a gritos lo del sueño del escritorio en medio de la guerra añeja y de mi última ida a la oficina, pero se me adelanta El Flaco y me dice que esos son los sueños del exilio y de la muerte, son los sueños que van y vienen a cada cabeza de ideas inconclusas que recuerdan las dichas coartadas. A veces estás aquí y a veces estás allá en los aires de los sueños tribales y en algún instante dejas de estar vas y vienes en cuerpo o en sueños estás vivo como estás muerto. Se pierde el orden del pasado presente y futuro.
Ahora tengo conciencia de estar plenamente muerto lo noto en las mañanas al afeitarme y veo que me parezco a un viejo de las fotos añejas de la maleta al viejo que permanece muchos años en la pared del tercer piso antes que se lo roben. Me lavo y siento el rostro amigable de mi padre y las voces de mis tíos ultra sureños nortinos y vascos. Algún hueso mío sobresale de los retratos que se debilitan al fondo de las horas del día y desde las paredes me dejan de mirar con sus ojos españoles belgas o chilenos. Intuyo ojos y sonrisas de los que no conozco ni conoceré en persona. La vida es la vida son estas imágenes difusas o fijas que se guardan en cajas ocultas y bien atadas para perderlas al primer recuerdo fugaz. Lo más desgraciado para mí es haber vivido en medio en esta larguísima guerra para perder trabajo dignidad juventud y su desarrollo hasta la interrupción del proceso de cambios estructurales inaceptables para antiguos y poderosos enemigos que unos ponen la plata y otros la carne de cañón.
En el café semanal sigue todo igual. El aroma pasea entre las conversaciones de intercambio de experiencias para sobrevivir mejor en la guerra y sus etapas. Datos de movidas. Conversaciones que se interrumpen bajo el tostado aroma del local que se desvanece en la potencia de los gases lacrimógenos que desde la calle nos sacan de nuestras cavilaciones. ¡Maldita sea hoy es 1983! La ciudad sigue con su ajetreo y bulla los abogados consumen sus negras tacitas cruzan a los tribunales de justicia a interponer recursos de amparo y los magistrados les dicen que no hay tal guerra. Al salón del café día a día llegan desconocidos que se integran a escuchar conversaciones y Muchas Caras ronda por los baños sapiando y delatando personas todos los puercos años que fueron de la guerra sí de la guerra no.
Salvador Dalí, Il gioco lugubre, 1929, Collezione privata, Switzerland © Salvador Dalí, Fundació Gala-Salvador Dalí / Bildrecht, Vienna 2022 | Foto: © White Images/Scala, Florence